jueves, 11 de febrero de 2010

DIOS LO QUISO - PARTE I

El Ejército del Norte
Ya expliqué las razones que me llevaron a tomar contacto con los distintos sectores comunitarios.
Pero el que la operación política subsumiese a la militar no suponía descuidar a esta última.
Al fin y al cabo yo era soldado y si bien comprendí que lo castrense de nada servía de no contar con la población, tampoco la sola civilidad, por muy unida que estuviese -y no lo estaba- podría detener al ERP.
Comencé eliminando francos, licencias, costumbres de paz, fiestas, vacaciones, es decir, todo aquello que conspirase contra el espíritu de combate que era mi intención insuflarle a los jefes, oficiales, suboficiales y soldados de la brigada.
Las órdenes estrictas que impartí, salvo para operar, unidas a la obligación de llevar puesto el uniforme en todo momento comenzaron a rendir pronto sus frutos.
Eran, si se quiere, medidas formales, pero cuando las formas son auténtica representación del fondo, cuando surgen de lo más íntimo y no ceden a la tentación de ser mero formalismo, cuando esto ocurre, las formas son parte esencial del hombre. Vestir el uniforme, llevarlo en cuanta ocasión se le presentase a un soldado u oficial, era una manera de demostrar, y demostrarse el orgullo que sentíamos de pertenecer al ejército argentino.
La presencia de la brigada hasta el momento había sido nula.
Confinada a cuarteles de invierno por orden del Poder Ejecutivo; dedicada a quehaceres burocráticos que la esterilizaban, obediente de un sistema que había dado alas a la subversión, la Vta Brigada se mantuvo ajena, como el ejército en general, a la situación imperante.
La culpa no era de la institución, más nadie podía hacerle creer al pueblo tucumano que mientras el ERP quemaba estaciones de ferrocarril, arriaba la bandera nacional y hacía flamear la suya, controlaba las rutas demandando de los viajeros un "peaje" obligatorio, saciaba su sed de venganza en hombres honestos y ponía en peligro la seguridad nacional, el Ejército debía ser un simple espectador.
El sistema partidocrático, con el peronismo a la cabeza, insistía en subestimar la realidad subversiva, relegándola al campo delincuencial.
En rigor los partidos, la CGT, la CGE y demás grupos de presión y factores de poder sabían la dimensión del enemigo, sólo que preferían la concupiscencia del poder, de la influencia y de la alfombra colorada, a la seguridad nacional.
Eso explica la razón por la cual el ejército recién a comienzos de 1975 le fue ordenado a entrar en acción. Y lo fue tras casi dos años en que primero se confraternizó con el enemigo "Operativo Dorrego" y más tarde se hizo ojos ciegos ante los peligros que se avecinaban.
Nuestras armas nunca habían entrado en guerra desde la Campaña del Paraguay y si en algunos casos, los menos, la mentalidad militar estaba adaptada a los requerimientos de la contrasubversión, en la gran mayoría los efectivos a mi cargo poco o nada era lo que sabían al respecto.
Lo principal, pues, era explicarles las razones últimas de nuestra misión.
No se trataba de salir al cruce del ERP con la intención de solucionarle un problema al justicialismo, sino de salvaguardar la soberanía patria en peligro.
Convencer a mis soldados de éstos no fue fácil ya que era opinión generalizada que el ejército venía a salvar la política suicida del partido gobernante.
Algunos jefes, incluso, opinaban que resultaría mejor abstenerse de intervenir porque de esta manera el peronismo debería resignarse a dejar el gobierno.
No percibían que su antiperonismo les enredaba en una estrategia peligrosísima, empeñándose en sostener una tesis que sólo el tiempo y la lucha hizo desaparecer.Durante esos días -13 al 24 de enero- realicé el plan táctico de empleo de mis medios, contemplando la necesidad de esbozar un plan mínimo y otros que pronto hube de desenvolver contando, para el primero, con la tropa existente en Tucumán y para el segundo con los efectivos de toda la brigada.
El principal problema era que si distraía contingentes militares a fin de cubrir la zona de operaciones, desguarnecería el norte de la provincia e, incluso, otras provincias que me correspondían.
La Vta Brigada estaba compuesta por las siguientes unidades:
Compañía de Comando y Servicio en San Miguel de Tucumán; Compañía de Comunicaciones, anexa a la brigada; Compañía de Arsenales 5, también en la ciudad capital el Regimiento semimotorizado 19; el Regimiento de Infanteria de Monte 28, sito en Tartagal, que contaba con mulas; el Regimiento 20 de infantería de montaña, con mulas y el grupo de Artillería 5 de montaña.
En definitiva era una Brigada de llanura, montaña y monte que contaba con muy pocos vehículos disponibles para entrar en el tipo de guerra que iniciaríamos.
Además de comprobar que treinta y tres vehículos, incluyendo camiones, camionetas y jeeps, estaban fuera de servicio, tuve que montar un taller mecánico de envergadura, capaz de solucionar los problemas derivados del uso y abuso que se hacía de los rodados en las operaciones contra la guerrilla.
Sin embargo, eso no fue todo, pues se hizo necesario contar también con autos civiles que sirvieran para las tareas de inteligencia y las operaciones no convencionales.
El ERP sabía identificar perfectamente nuestros vehículos verde oliva, pero hubo de desconcertarse cuando ya no eran soldados vestidos de uniforme los que realizaban los controles nocturnos operativos especiales, sino grupos de civil que utilizaban automóviles civiles comunes, imposibles de distinguirse a primera vista.
De esta manera, a través del empleo de tropas escogidas y entrenadas para operativos irregulares, se logró la victoria más importante de cuantas obtuviéronse en el año que permanecí en Tucumán: revertir y transferir el temor de la propia tropa a la subversión, con el agravante, para ésta, que el temor devino terror ante la celeridad, eficiencia y dureza del ejército.
Porque negarlo sería inútil; desde un principio inculqué a mis efectivos la idea de que debían reprimir sin consideraciones toda acción subversiva, viniese de donde viniese y aún cuando en su transcurso se perdiese la vida.
No se me escapaba que modelar un ejército teórico, académico, apegado a tradiciones caballerescas, propias de una guerra convencional, instruyéndolo en el arte de la guerra contrarevolucionaria, donde el honor con el enemigo resultaba suicida, era una labor paciente y difícil.
No obstante, aunque faltaba experiencia, lo cual es lógico, había espíritu en la tropa y el cuerpo de jefes, oficiales y suboficiales.
Una cosa, dejé en claro, y era la relacionada con la responsabilidad por los errores que pudiesen cometerse en este tipo de operativos.
Dije a mis subordinados que el Comandante de la Brigada sería ante las autoridades provinciales, nacionales y municipales, ante la justicia y la propia superioridad el único responsable, pero que no avalaría ni permitiría excesos propios, de soldadesca desenfrenada, contra bienes materiales.
Cuando se requisase una casa, un auto o un departamento se lo haría teniendo en cuenta que nada de lo que allí se encontrase pertenecía al ejército, y que motivo alguno justificaba no dar cuenta a la superioridad de los objetos hallados.
Afortunadamente no tuve que repetir la orden y sólo permití que mis subordinados conservasen "trofeo de guerra" del enemigo -banderas, armas, uniformes, etc., nada más.
El cambio de mentalidad, sin el cual era imposible acometer la empresa con éxito, requería de la colaboración de hombres ya entrenados.
En tal sentido, me fue de inapreciable valor la llegada, una semana antes del "operativo" de un contingente de la Policía Federal, acostumbrada a estas lides pues sobre ella recaía la responsabilidad de la lucha antisubversiva en el país.
Junto al mismo y un haz seleccionado de oficiales, comenzamos a entrenarnos todos los días.
Había pasado el tiempo de los oficinistas, del papeleo y los escritorios y había sonado la hora de las armas.
Se llevaba permanentemente el casco de acero, el arma reglamentaria y una granada siempre lista.
Desde el jefe hasta el último de los conscriptos se iniciaron, sin desmayos, en el arte de la guerra.
Así, a diario practicábase tiro al blanco, lanzamiento de granadas, voladuras de objetivos tácticos, sembrado de minas y por supuesto, prácticas de interrogatorio y manejo y traslado de detenidos.
Si se tiene presente que mi arribo fue el 13 y el "Operativo" comenzó el 9 de febrero, tuve escasos veinticuatro días para realizar una acelerada pero exaustiva instrucción de cuadros y tropa.
El entrenamiento siempre era completado con una serie de charlas sobre la naturaleza y fin de la empresa marxista, que era seguida con entusiasmo por quienes escuchaban a este improvisado conferenciante decirles los rigores que se avecinaban y la forma de enfrentarlos.Desde ya, ni bien asumí la responsabilidad histórica de vencer o caer derrotado frente al comunismo, comprendí la impostergable necesidad de acomodar, por duro que fuese, nuestros corazones y nuestras mentes a esa guerra.
Eliminé, pues, toda reunión social, suspendí fiestas, prohibí desde ese momento los campeonatos ecuestres y finalmente dejé sin efecto la licencia de los miércoles por la tarde -tradicional en el ejército- y la de los sábados y domingos.
El enemigo no reconocía santuarios ni feriados y de una buena vez debíamos comprender que no estábamos delante de una mesa de operaciones en el Estado Mayor o en un zafarrancho de combate, cargados los FAL con balas de fogueo.
Con enorme pena, pero dando el ejemplo, le dije a mi mujer que volviese a Buenos Aires, aconsejando a mis hombres que en la medida de lo posible, prescindiesen del contacto familiar.
La dureza del consejo -que no quería ser órden- venía impuesta por las características de la lucha y yo no podía, faltándome efectivos, distraer a dos o tres soldados para custodiar a mi señora o a algún familiar.
Nada ni nadie debía entorpecer las funciones militares, ni siquiera los seres más queridos.
En la guerra -y ésta es de las más crueles- el éxito de un soldado depende del comportamiento de su familia, por cuanto si el hogar interfiere en sus actividades castrenses, es imposible que cumpla acabadamente su misión.
En mi caso, decir cuánto le debo a la madre de mis hijos sería imposible, pues de ella nunca escuché una queja a la hora de separarse de mí, sin saber si me volvería a ver en su próxima visita a la capital tucumana.
Ahora bien, al demandar ese supremo esfuerzo por ambas partes y al pedir que las mujeres dejasen a sus maridos, y estos faltasen a su hogar, con los consiguientes problemas, no dejé ni por un momento de ocuparme de aquellas heróicas mujeres que perdieron para siempre a sus esposos, muertos en defensa de Dios y la Patria.
Al comando hube de invitar personalmente a las señoras del Capitán Viola, asesinado en una emboscada el 01 de Diciembre de 1974 y del Teniente Coronel y del Mayor, fallecidos en un accidente aéreo en Tafí del Valle.
Aunque en ocasiones como esa toda palabra suele estar de más, comencé diciéndoles que ellas y sus hijos seguían, desde ya, integrando el núcleo familiar militar y que podían continuar ocupando sus respectivos departamentos en el barrio de oficiales.
Dicho esto, puse a su disposición a uno de mis mejores colaboradores -el Capitán Abba, abogado militar- para que gratuitamente se encargase de tramitar todos los inconvenientes derivados de la suceción u otros que pudiesen presentárseles.
Asimismo, designé a dos oficiales -el Teniente Coronel González Navarro y el Teniente Coronel Villafañe, del G1 -como esponsos, y, en el caso de desearlo ellas, me comprometí a gestionarles la adquisición de un núcleo habitacional por medio del plan de viviendas del Banco Hipotecario Nacional.
Como las tres demandaron ese favor, intercedí ante el Ministerio de Bienestar Social y obtuve una respuesta inmediata, de forma tal que las señoras recibieron sus respectivas casas, además de un subsidio familiar que les permitiese iniciar el pago de las mismas.

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