La guardería de Montoneros: Recuerdos de una infancia cubana
Mario Firmenich y Fernando Vaca Narvaja en la Guardería de Montoneros en La Habana... ¿no es tierno?
Virginia, hija de la lucha y la verdad
Entrevista a Virginia Croatto: “Era como si estuviéramos resistiendo en el País de Nunca Jamás para volver algún día al paraíso”.
Armando Croatto, padre de Virginia, inició su militancia como delegado municipal en Avellaneda.
Rápidamente se unió a la Juventud Trabajadora Peronista, brazo sindical de Montoneros.
El 17 de septiembre de 1979 fue asesinado cuando llegó a una cita cantada en Munro.
La cineasta fue uno de los niños de La Guardería, el lugar que organizó Montoneros en La Habana para preservar la vida de los hijos de los militantes que volvieron al país en el marco de la contraofensiva.
Con 34 años, decidió contar cómo fue aquella experiencia.
Susana Bardinelli abraza a su hija Virginia en La Guardería de La Habana.
Año 1979, la conducción nacional de Montoneros lanza la Contraofensiva y cientos de militantes que están en el exterior se preparan para volver al país.
Ya se sabía qué pasaba con los chicos cuando una familia era secuestrada.
El horror de las apropiaciones o las torturas a los pibes los termina ubicando como protagonistas de un conflicto que heredan.
Cuidar a los chicos era cuidar a la organización.
Y por ello, la conducción de Montoneros crea una guardería en La Habana, Cuba.
Por allí, jugaron, rieron, lloraron y extrañaron más de 50 hijos de militantes. Vivieron su inocencia.
Hoy han madurado y procesado aquellos momentos.
Virginia, hija de Susana y de Armando Croatto, ex diputado de la Juventud Peronista y miembro de la organización Montoneros que participó de esa frustrada intención de regresar clandestinamente a la Argentina, estuvo en La Guardería durante casi cuatro años.
“Llegué con mi hermano y mi vieja a principios de 1980.
Ella fue su responsable desde ese año hasta fines de 1983.
Pero La Guardería, en realidad, funcionaba desde antes.
A fines de 1978, Edgardo Binstock y Pinu, su esposa, fueron los primeros responsables y mi mamá los reemplazó”.
–¿Cómo era convivir con la alegría y las malas noticias de desapariciones y muertes?
–Teníamos claridad que nuestros padres estaban exiliados, que estábamos ahí por un tiempo y que íbamos a regresar a la Argentina.
Extrañábamos mucho y sabíamos que nuestros viejos luchaban para que pudiéramos volver.
La caída o la muerte de los adultos no era un tema que se hablara todo el tiempo entre nosotros.
Sabíamos lo que teníamos que saber.
No es que no se mencionara nunca, pero no se tocaba todo el tiempo.
En realidad, nos pasábamos casi todo el día jugando o paseando.
Nos divertíamos mucho aunque, claro, había momentos más difíciles.
Un concepto clave para nosotros fue que los grandes no nos mintieran.
Se explicaba todo.
Por supuesto que, de tal manera, como para que lo entienda un chico, pero siempre con la verdad.
Para los más pequeños, era algo que se acercaba a los términos de La vida es bella, o sea algo más fantasioso, o entre la realidad y la imaginación. Para los más grandes, era una explicación más real.
Todo el tiempo estaba eso de felicidad y tristeza.
Me acuerdo de tener una foto de mi papá debajo de la almohada.
Recuerdo también haber visto el panfleto, una especie de volante que se hizo por la muerte de uno de los papás de mis compañeros de guardería, y enterarme de eso ahí y ponerme a llorar sola en la guardería.
Tenía ocho años.
Eso había que procesarlo de alguna manera.
Todos teníamos un piso de que sabíamos lo que pasaba, eso era duro, pero también había una ilusión de que no estaban muertos, de que iban a aparecer.
Pero la mayor parte del tiempo la pasamos bastante bien y nos divertíamos mucho.
–¿A qué jugaban?
–En la infancia muchos juegan a la guerra.
Para nosotros, esos juegos tenían condimentos reales.
Tengo un recuerdo en el que estamos todos escondidos en el fondo del patio.
Era muy divertido.
Hicimos como una carpita y juntamos palos, cosas de la basura, cachivaches en general.
Era un poco bizarro.
Hacíamos una especie de organización.
Los más grandes eran los que iban a ser los jefes y nosotros éramos los soldaditos.
Era como los indios y los vaqueros, pero en vez de ser los vaqueros éramos los Montoneros que volvíamos por el bien del país, contra los malos que eran los militares claramente.
Luchábamos contra los malos en función de los buenos, que eran nuestros papás.
Y lo que sucedía es que acá pasaba todo lo bueno, acá había dulce de leche todo el tiempo, había asado todo el tiempo, partidos de fútbol, la familia estaba acá.
Era como si estuviéramos resistiendo en el País del Nunca Jamás para volver algún día al Paraíso.
Tengo como pinceladas de recuerdos.
Me acuerdo de subir a las rejas y hacer como si nos estuviéramos entrenando.
En realidad éramos un grupo de niños que quería volver como para ser fiel y leal a nuestros padres.
También tengo recuerdos de jugar a cosas más de nenas.
Teníamos pececitos y juguetes de todo tipo.
Había un patio enorme con juegos, un tobogán, hamacas y calesita.
Y muchas veces jugábamos en la calle con los cubanos.
Nos levantábamos, desayunábamos, nos íbamos a la guardería o al círculo (así se llama en Cuba a los jardines de infantes) o la escuela.
Yo hice primer grado allá.
Había una combi chiquita del gobierno que nos llevaba.
Teníamos una infancia normal dentro de cierta locura.
Sin embargo, todo cambió cuando volvimos.
–¿Por qué?
–Porque recién llegada a la Argentina de La Habana tuve que ocultar que habíamos vivido en Cuba.
En mi barrio dije que había vivido en México.
Yo muchos años pensé que iba a volver a la isla.
Eso era un poco raro.
Esa cosa de por qué tengo que mentir, por qué tengo que ocultar o por qué tengo que cuidarme.
Ahí empecé a extrañar Cuba, porque yo era chica y allí la pasamos muy bien. Y venías a un país donde había que ocultar.
Mi mamá me cuenta que mi hermano le dijo: “¿Acá querías volver?, ¿a este país querías volver?”.
Eso me parece que nos pasó a todos un poco.
Había como un cuentito que en Cuba creíamos que era real.
–¿Crees que todos los chicos de La Guardería tienen la misma postura, estas cosas tan saldadas o que hay mucho que está abierto?
–Con el grupo con que más me veo tienen las cosas más o menos saldadas. Yo insisto en que es más costoso para alguien que se crió con un represor o con una familia que no le hablaba de política, entender ciertas cuestiones.
Y nosotros, hasta para discutirlo, siempre tuvimos la historia de la política atrás.
Una cosa es tener una explicación y poder pelearse con esa explicación, pero hay algo con lo que pelearse.
El problema está cuando los hijos de desaparecidos no tienen ni una explicación, así sea para destruirla y reconstruirla.
La contención del grupo.
La Guardería se mostró como un acierto claro.
El vivir todos juntos y compartir la misma situación construyó lazos muy fuertes y ayudó mucho.
En aquel momento hubiera sido más difícil si una madre o padre se quedaban solos con sus hijos en Cuba o México esperando que vuelva algún integrante de la Contraofensiva.
El colectivo de los chicos era como un grupo de contención ahí.
La gente que estaba a cargo de La Guardería, como mi vieja, eran personas que se encargaban de esto.
Había algunos chicos que tenían problemas, se hacían pis a la noche, estaban más caprichosos O lloraban mucho.
Me imagino que hubiera sido mucho más difícil si no estaba ese espacio de contención común para todos.
–¿Cómo interpretás la crítica de que muchos militantes se arriesgaron tanto que descuidaron a sus familias, sobre todo, en la Contraofensiva?
–Cuando se empieza a crecer, es lógico pensar que hubiera estado mejor que mi padre se quedase conmigo.
Hay una necesidad de ser hija.
Está bien que una se enoje, le reclame por qué no se quedó conmigo.
Pero después, empezás a entender la cosa más políticamente.
A los 34 años, reivindico que hizo lo que creía que había que hacer.
Uno puede ser más o menos crítico sobre la elección política, militar.
A mí me parece que se jugó, y reivindico que creyó en lo que hacía, y que creyó en lo mejor.
Después pudo no haber sido la decisión más acertada, pero siento que no hay derecho a que yo me ponga a juzgar, porque una cosa es analizar y otra es juzgar.
Mi vieja decidió seguir en la lucha, pero no volver a la Argentina, por ejemplo. Mis padres tuvieron decisiones distintas.
Lo que reivindico es que hicieron lo que creyeron más conveniente.
Claro que llevo la ausencia.
Cómo haces para no ser hija de quien sos.
Y sí, me hubiera gustado que mi papá hubiese estado toda la infancia conmigo.
Y en mi cumple de 15 o cuando iba a la playa, veía una nena jugando con un papá y decía por qué yo no lo tengo.
–¿Y qué lectura hacés hoy?
–Es difícil poder leer los ’70 en clave de hoy.
Hay como una cosa muy romántica que uno admira de los ’70 que está buenísimo, y hay una cosa como lineal de poner mucho el cuerpo.
Más allá de las organizaciones, la gente ponía el cuerpo de una manera que se preservaba poco, por decirlo así.
Podemos pensar muchos ideales, mucha soberbia, mucho arrojo, mucho sacrificio, mucho martirio.
Es un cóctel de todo eso.
Cuando digo que reivindico a mi viejo es porque tenía una idea y fue por ella, y eso contempla la equivocación.
Después, creo que la Contraofensiva fue un error.
Creo, no sé si mi mamá y mi hermano la comparten, que mi viejo no se bancó irse de la organización en 1979 con la cantidad de muertos que había, seguía pensando que la revolución era posible, y para eso había que desarmar a la dictadura, lastimarla.
Creo que, en lo personal, no se bancaba dar un paso al costado y que los muertos debían pesar mucho para muchos compañeros, pensar que se podían salvar ellos pero que había muchos que estaban desaparecidos era muy costoso.
Quiero ser cuidadosa en eso de pensar que está bien o mal que se hayan ido o quedado. Son decisiones muy personales.
Fue una cosa muy arriesgada, demasiado arriesgada, de todas las veces que había entrado al país clandestinamente, ésa fue demasiado arriesgada.
Si me preguntás si hubiese hecho lo que hizo mi viejo, te digo que no.
Pero soy mujer y creo que hay otra relación con los hijos.
Soy mujer en esta época.
En aquellos años, los hombres tenían esa idea de que su rol era resolver el país o resolver el trabajo, era una cosa externa, y ahora hay como algo más compartido entre madre y padre.
Yo no hubiera hecho lo que hizo mi viejo.
Mi mamá hizo algo parecido, pero no lo mismo.
Siempre tuve una reivindicación crítica.
Quizás en mí conviven las dos cosas, pero lo pude procesar y está saldada esa deuda con mi viejo. Y sí, me hubiera encantado que mi viejo conociera a mis hijos, que mi viejo me viera grande…
–Hoy maduraste y sos madre.
¿A los 16, a los 20, o a los 30 hubieras podido hacer esta película?
–Creo que éste es el mejor momento.
Sí, seguramente la maternidad tiene que ver con eso también.
Mi miedo es no caer en una mirada lineal sobre Montoneros, en algo ligero. Yo me preguntaba qué pasa si esto es leído sólo como un orfanato o “mirá los Montoneros, lo que hacían”.
Para mí hay dos lecturas peligrosas respecto de la película.
Una es esa que decís: “Mirá, qué locos estaban esos tipos que dejaron a sus hijos para venir acá”, sin entender el contexto de ese momento.
El otro recorte es decir: “Mirá los Montoneros, la conducción cuidó a sus hijos y no cuidó a los otros”.
Yo insisto que fue la construcción en un momento dado, lo que se pudo, y sí hubiera estado bueno que se cuidara más gente.
Y me parece que el momento histórico y personal me permiten no contar eso desde ahí, y si alguno lo quiere pensar así, que se vaya al cuerno.
Y después me daba miedo pensar qué van a decir todos sobre esto, ¿mis compañeros de La Guardería estarán de acuerdo?, si les va a gustar.
La mía es una historia posible, otros podrán contar otra.
El film sobre La Guardería de La Habana será la mejor interpelación para que nos miremos al espejo y veamos cuántas verdades llevamos puestas
Virginia volvió a la Argentina a fines del ’83.
Con su madre y su historia a cuestas. Se instalaron en Quilmes y en marzo del 84 ya estaba en la escuela, con su guardapolvo blanco y su mochila, al lado de otros chicos que habían nacido, como ella, en el ’76.
Sin embargo, esos chicos criados en plena dictadura, no podían tener ni idea de que, esa nena de rubios rulos y profundos ojos celestes había vivido una historia increíble.
Una historia que hoy cuenta con una memoria y una crudeza que conmueve hasta las tripas.
Que interpela cada verdad que hayamos construido en estos años de democracia respecto de lo que fueron los años de revolución y calvario. Porque no sólo hubo héroes y villanos, no sólo hubo víctimas y victimarios. Lo que cuenta Virginia nos lleva a la esencia misma de la condición humana.
Esa guardería fue un hecho real y concreto por el cual pasaron los hijos de una cantidad de cuadros montoneros.
Fue una medida defensiva.
Porque esa guardería era un refugio para evitar que ese medio centenar de pibes tuviera el mismo destino que el medio millar de hijos de militantes que eran secuestrados para cambiarles la identidad y fabricarles una nueva intoxicándolos de mentiras.
Virginia lo cuenta sin vueltas.
La lectura de su entrevista permite disparar críticas, seguramente.
Pero hay algo clave: “A los chicos no nos decían mentiras”.
Estamos hablando de cómo les contaban, por ejemplo, a un nene de tres años, algo así como: “No vas a ver más a tu papá porque murió combatiendo o lo secuestraron y ahora es un desaparecido”.
Hay que pensar y discutir La Guardería.
Porque en el álbum de familia, quienes participamos de aquel intento revolucionario de los setenta no podemos obviar todos los costados filosos, los dilemas, aquellas cosas que requieren valentía para entender el pasado y defender una ética militante.
Pero para que esa historia pueda ser dimensionada, no alcanza para nada con la voz de quienes tuvieron injerencia directa o indirecta en la ingeniería de esa guardería.
Es preciso, es absolutamente imprescindible, poner en valor voces como la de Virginia.
Porque, en definitiva, buena o mala, el objetivo era proteger la vida de aquel medio centenar de pibes que hoy son adultos y son testimonio vivo de cuánto quedó de aquel espíritu revolucionario.
O, mejor dicho, de cuánto sirvió esa herramienta pedagógica construida en una circunstancia tan especial.
No sé si será posible ir a esa escuela de Quilmes, donde Virginia llegó a cursar su segundo grado en marzo del ’84.
Me imagino ir, pedirle a la directora la lista de pibes que cursaron con ella ese año y que ahora son hombres y mujeres de 33-34 años.
“Fulano, fulana, vamos a proyectar una película contando la vida de unos pibes que se criaron en una guardería montonera.
La directora de la película es Virginia... y ella fue compañerita tuya en segundo grado, ¿te gustaría venir a verla junto a los otros chicos del grado?”.
No tengo idea de qué puede pasar.
Quizá para muchos sea lo mismo que ir a ver el cocodrilo blanco que llegó de Australia al zoo o para algunos sea la invitación al infierno con el que tantas veces lo asustaron cuando no tomaba la sopa.
Pero apuesto, con ese optimismo ingobernable que nos dejó haber sido parte de aquellos años revolucionarios, que muchos lo van a agradecer.
Virginia es una persona adulta.
Vive con Nacho, su marido-compañero, desde hace siete años.
Tienen una rubiecita de rubios rulos que se llama Paloma y un Felipe de ojos pícaros que se llama Felipe. Virginia estudió Cine en la mítica Escuela de Avellaneda, el mismo pueblo donde Armando, el Gordo, su padre, vivió y fue referente para muchísimos militantes y trabajadores.
Armando fue diputado nacional en 1973 y siguió militando tras renunciar a la banca, junto a otros diputados de la Juventud Peronista. El Gordo, cuando todo parecía perdido, como tantos otros, tuvo lo que hay que tener para volver a la Argentina a pelear como David contra Goliat.
Y así murió.
En su ley, que era la de muchos que queríamos un país distinto.
Virginia no se largó a hacer esta película –que es su piel hecha cine– sólo por conocer ese arte magnífico.
Trabaja en educación hace años y estudia Psicología.
Seguramente para entender mejor las conductas de otros y, como suele suceder con los psicólogos, para entenderse un poco más ellos mismos. ¿Tendremos hoy, en este país que reclama verdades a gritos y que convoca a jóvenes de a millares a causas justas, lo que hay que tener para entender la historia de Virginia y de los otros pibes de La Guardería?
Creo, conmovido por la valentía de esta chica rubia de rulos rubios y corazón inmenso, que su película es la mejor interpelación para que nos miremos al espejo a ver cuántas verdades llevamos puestas.
“Íbamos por lo menos una vez por semana”
Entrevista a Roberto Perdía, ex dirigente Montonero
Roberto Perdía fue uno de los dirigentes más importantes de la conducción nacional de Montoneros y uno de quienes más responsabilidad tuvieron al momento de organizar La Guardería.
–¿Hubo alguna discusión a nivel conducción acerca de las guarderías?
–Apareció como una lógica dentro del proceso que se fue dando.
Hablamos con los cubanos y les pareció bien. Llevamos a los chicos, inclusive arreglé el traslado de varios desde España.
En situaciones distintas se los fue llevando a La Habana. No me acuerdo la cantidad exacta, pero eran alrededor de veintipico de chicos.
–¿Pudiste ir a La Guardería?
–Lo había tomado como un compromiso personal, por lo menos una vez por semana íbamos por ahí, para verlos.
Hay fotos que van apareciendo. Ahí los van a ver a Fernando Vaca Narvaja y al Pepe Firmenich, yendo, saliendo, entrando, pero no era sólo por los chicos nuestros, íbamos permanentemente a La Guardería, un poco para mantener un nivel de relación con ellos.
–¿Cuál era la línea cuando se tenía que informar a los chicos la muerte de algún padre?
–Trato de tener presente algún caso.
Se trataba de arreglar que fuera algún familiar quien se lo dijera, o el compañero o la compañera; o algún tío, el padre o la madre, o alguien ligado a la familia.
Recuerdo un caso que se llevó de México a España para que se contactara con la familia.
–¿Se decía la verdad, o se decía: “Tu papá se fue de viaje”?
–Dependía de las edades.
Yo no me acuerdo bien eso, pero se procuraba que fuera alguien que estuviera más cercano a ellos, el padre o la madre según el caso, o algún familiar que conocían, quien fuera el que le transmitiera la situación que estaba pasando.
Pero la modalidad para hacerlo, no me la acuerdo.
–Tu hija también estuvo en La Guardería.
¿Alguna vez te reclamó por esta situación o te reprochó una supuesta derrota?
–Es que no estoy convencido de que sea así.
Decir “perdimos” no sé si es la respuesta más precisa.
En realidad, es una explicación mucho más larga.
Es decir, se perdió eso, pero que hoy estemos hablando de esto indica otra cosa: que los chicos tengan alguna reivindicación en estos tiempos quiere decir otra cosa.
¿Qué es perder o ganar en la historia?
Yo creo en otra cosa, creo que la energía que se vuelca está, y esa energía otros la toman o no, pero está. Fue una derrota política y militar, eso sí.
Pero el tema de perdimos, así dicho, no sé, no estoy tan seguro. Tal vez por eso mi hija nunca me lo planteó así.
“¿Cómo nos iban a recordar?”
Entrevista a Susana Brardinelli, responsable de La Guardería entre 1980 y 1983.
La crianza de los pibes desde una identidad política, en un contexto de incertidumbre
Susana Brardinelli no sólo es la mamá de Virginia y de Diego Croatto.
Es, nada más y nada menos que la famosa “tía” de muchos hijos de militantes que pasaron por La Guardería.
Ella fue la responsable organizativa de ese lugar y asumió todas las tareas de atención y cuidado de los chicos.
–En aquellos tiempos me preocupaba mucho acerca de cómo nos iban a recordar los chicos, ya que era una situación difícil.
Por suerte, en los últimos años, me he cruzado casualmente con algunos de ellos y guardan un recuerdo muy lindo de aquella guardería.
–¿Cómo llegaste a La Guardería?
–Cuando llego a España y me entrevisto con Carlitos –Roberto Perdía, miembro de la conducción nacional de Montoneros–, y pese al dolor que tenía por la muerte de mi esposo Armando, le dije que me ponía al servicio de la Organización pero sin volver a la Argentina.
Me acuerdo que le devolví un dinero que mi marido tenía embutido para el mantenimiento de su gente. Y después, tras descansar unos días y reponerme un poquito, me ofrecieron ir a La Guardería como responsable.
–¿Por qué te lo propusieron?
–Me conocían desde que habíamos estado juntos en España en el ’78.
Yo ya en ese momento me había quedado con la hija de Perdía, en una casa de familia.
Además, bueno, supongo que por la profesión, o mi seriedad... igual por ahí aunque no hubiera sido ni tan seria, ni psicóloga, me lo ofrecían igual, vaya uno a saber… (risas).
–Y de un día para el otro tuviste que hacerte cargo…
–De 15/20 chicos más o menos permanentemente.
Este número era muy variable, en total habrán sido cincuenta porque había compañeros que por ahí dejaban a los hijos por dos o tres meses y volvían, y los chicos se iban con ellos.
Y otros compañeros que dejaron los chicos y no volvieron.
Teníamos chiquitos de tres, cuatro, cinco años, otros de once y doce años, y algunos más adolescentes.
–¿Y cómo hacías para manejarte con realidades tan disímiles entre sí?
–Formábamos grupos.
Estela, que era una compañera que también estaba al frente de La Guardería y era la más maternal, se hacía cargo de los más chiquitos.
Además tuvimos mucho acompañamiento.
Los cubanos nos ayudaron mucho con la limpieza y la atención de los chicos. Teníamos una guagüita (colectivo cubano) donada por Fidel para llevar a los chicos a las escuelas.
La conducción tuvo un criterio correcto de no hacer una casa cerrada, sino que los chicos fueran normalmente a los jardines de infantes, o a las escuelas.
–¿Y qué problemas te aparecían a vos como psicóloga? ¿Qué respuestas tenías que dar?
–Lo llevamos bastante bien.
Así como tuvimos ese apoyo de lo económico y de la comida, también teníamos gente responsable de educación y de salud.
Los cubanos tenían normas de salud muy estrictas, y nosotros no éramos tan así. Pero así como nos controlaban, nos aportaban mucho.
Estoy hablando en sentido positivo.
–¿Qué enfermedades cubanas aparecían?
–Parásitos, el tema de los parásitos, algún problema de respiración por la humedad, por el clima.
Después había otra clase de complicaciones, más de tipo psicológico. Había algunos problemas de enuresis, se hacían pis en la cama, uno o dos, tampoco te creas que eran un montón…
Y después había una chiquita que hacía rocking. Eran muchos chicos y sabíamos cómo hablarles, cómo manejarnos...
–Cuando hablabas con los chicos ¿lo hacías despojada de toda idea militante?
–No, al contrario.
Siempre con afecto pero al mismo tiempo en clave política aunque muy elemental claro.
En la mayoría de los casos, los abuelos se contactaron con la conducción, no con nosotros, porque siempre se mantuvo esa estructura jerárquica. Y nosotros recibíamos a esos abuelos en La Guardería de distinta manera según como fueran las relaciones, había abuelos de confianza, y había abuelos que no eran de confianza. Y también se hacía una cosa gradual de recontacto del nieto con el abuelo, que de repente lo había visto muy pocas veces.
La noticia, o la información de lo que hubiera pasado, no la dábamos nosotros, sino que la daba la familia.
Esa era la línea. Máximo respeto, obvio.
No se decía nada hasta que no tuviéramos contacto con alguien de la familia.
–¿Había reproches del estilo: “¡Quiero a mi mamá!”?
– No, no, no...
En general los chicos, eran muy chicos para formular las cosas en esos términos, o venían con mucha explicación.
Y aparte veníamos todos de una historia... yo había estado tres años clandestina acá con mis hijos.
En general era todo muy dialogado. La casa era muy grande, con muchas habitaciones, con todo lo demás, con un tremendo jardín y con juegos.
Había espacios para estar con ellos, para charlar, contábamos cuentos, hacían dibujos, cantábamos, festejábamos los cumpleaños, les escribíamos cartitas a los papás. Había una cosa grupal muy fuerte.
–¿Qué mantenía tan unido al grupo?
–La ideología.
Además hay que ubicarse en Cuba con los pioneros, la lucha contra el imperialismo y la solidaridad.
Los chicos venían con consignas del círculo (colegios y jardines de infantes cubanos).
Nosotros íbamos a pasear en la combi, y los chicos iban cantando consignas de ese país.
Las familias cubanas cercanas a nosotros se llevaban de repente a los chicos a pasear. Habían hecho distintas relaciones con uno o con otro, y bueno, se llevaban a fulano o mengano, respetando a los hermanitos, ¿viste? Y de repente se iban a pasar el domingo a la casa de alguien, y después volvían. Ubicate en el Estado de Bienestar (risas).
Teníamos clubes, teníamos de todo.
Nos encontrábamos como extranjeros digamos, e íbamos al Hotel Carlos Marx, podíamos ir a la pileta...
Era una cosa sufrida, porque no se podía negar que los chicos no estaban con los padres, pero al mismo tiempo le fuimos dando toda una característica muy vital.
–Y vos apuntabas mucho a eso, a que estén entretenidos…
–Y al proyecto, porque dentro del entretenimiento también estaba recordar las fechas patrias, hablar de la historia, les llegaban las revistas, Anteojito, Billiken, cuentitos también, más que nada cosas así para ir manteniendo algunos lazos.
Todo el tiempo tratabas de que los chicos estuvieran bien, entretenidos y sanos.
Esa fue una decisión sabia de los compañeros de vincularse, tener amigos, ir a la casa de los amigos cubanos, participar de actividades del comité de defensa de la revolución, a dónde íbamos nosotros.
Después, una vez por mes hacíamos los cumpleaños, de los chicos que cumplieran ese mes, y de los grandes también. Y esa era una fiesta, era una tremenda fiesta, dónde primero festejábamos todos, y después hacíamos dormir a los chicos y nos quedábamos los grandes. Porque también ahí necesitábamos nosotros un espacio...
–De catarsis...
–Sí, y de pertenencia a cierto proyecto.
–¿Cómo te gustaría que sea recordada La Guardería?
–Primero, me gustaría que apareciera muy contextualizado.
O sea, yo con la Contraofensiva tengo mil y una críticas, que fue mal hecha, que un montón de cosas, pero nosotros fuimos parte de esa contraofensiva, digo, a Armando lo matan en la Contraofensiva, pero la intención era seguir militando.
–¿Qué argumentos vos estás contestando cuando pedís que se entienda el contexto?
–A los que dicen que éramos inhumanos, y que no nos importaba matar a nadie, y a tal punto no nos importaba matar a nadie, que abandonábamos a nuestros hijos en manos extrañas.
Yo creo que desde la organización fue bueno dar una posibilidad de que las distintas familias y los distintos padres optaran por distintas posibilidades. Nadie obligó a nadie.
Publicado en Revista Miradas al Sur Por Eduardo Anguita
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